Se ha desmayado de nuevo. Tiene las manos esposadas tras la espalda y los pies amarrados a una desvencijada silla. Un agrio olor empapa el ambiente haciendo desagradable respirar. Con la fregona, un operario retira los repugnantes vómitos del fotógrafo sin demasiado empeño. A través de los barrotes del calabozo empieza a entrar la luz de la mañana, después de incontables horas de interrogatorio, sin descanso, sin piedad. El ayudante del comisario atraviesa la puerta con un cubo lleno de agua. Lo vacía con violencia en la cara del pobre infeliz.

     ¡Despierta cabrón! ya has dormido bastante. ¡Despierta joder! estoy harto de ti. Confiesa de una puta vez.

El fotógrafo recupera el sentido aunque no lo desea, llora con desespero, no puede más, se encuentra agotado. Vuelve a vomitar. Tiene hambre y sueño. El ayudante le zarandea, le pega un puñetazo en la nariz que suena a nuez machacada. Ahora está sangrando. Le enseña una foto en blanco y negro en la que aparece Berta con sus padres.

     Tú les sacaste la foto. En tu casa encontramos un zapato de la niña. Te gustaba, ¿verdad? Crees que somos estúpidos. Dinos donde está, o lo vas a pasar aún peor. Yo me encargaré personalmente de joderte.

     Le juro por mi vida y por la de mi madre que no sé nada de Berta. Sólo deseo descansar por favor.

El padre de Berta, que trabaja para la oficina del comisario Sargent, denunció su desaparición cuarenta y ocho horas antes, parecía como si se la hubiese tragado la tierra. Nadie sabía nada, tan solo encontraron uno de sus delicados zapatos en el jardín del fotógrafo, y ahí empezó todo a rodar. Portville es una modesta ciudad que alberga pocos secretos entre sus vecinos. Berta con sus doce años, era una niña encantadora, llamaba la atención con sus dorados cabellos, sus ojos azul claro y su inocente sonrisa. Decía que iba a ser veterinaria de mayor, los caballos le apasionaban.

Sargent, se está tomando un café sin azúcar, repantigado en su sofá. Necesita ordenar la escasa información de la que dispone. Es todo tan confuso, tanto que parece absurdo. No ve claro lo del fotógrafo, tampoco le agrada el padre de Berta. No, definitivamente no ve nada claro el asunto.

     ¡Señor comisario, señor comisario! grita histérico su ayudante.

     ¡Qué coño te pasa! no grites. Me duele la cabeza joder.

     Señor comisario, el fotógrafo ha muerto. Le hemos encontrado sin pulso.

     ¡Sois unos animales! Te dije con claridad meridiana que no le apretarais demasiado, que no le perdieseis de vista ni un puñetero instante. Llama al Juez y al forense. Estamos jodidos y sin niña.

La noticia estremeció al pueblo y tuvo inmediatos efectos colaterales. El fotógrafo, pese a las acusaciones, era una persona apreciada entre sus paisanos. La versión oficial insistía en que su muerte había sido accidental. Sargent se vio obligado a renunciar al cargo. El mismo día llenó su coche de gasolina y pisó el acelerador a fondo para no volver. Su ayudante apareció degollado en una cuneta poco después. Por lo demás, el pueblo volvió a ser la misma máquina bien engrasada, sin Berta, sin el fotógrafo, sin Sargent, sin su ayudante y con muchas preguntas sin respuesta.

Berta estaba lejos, muy lejos, intentando olvidar su pesadilla, intentando olvidar a sus padres. A él, por abusar de su inocencia; a ella por su cobardía. Escapar de Portville fue su única salida. Ese domingo huyó con lo puesto, sin premeditación, de repente. Corrió como nunca, atravesó el jardín del fotógrafo donde perdió un zapato y se internó en el bosque.

 


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