Sumido en la vorágine de mi ordenador, atrapado en la red, permanezco ajeno a la vida, a las realidades y obligaciones más perentorias. Espero con impaciencia que arranque, ¡por fin! Comienzo con la cuenta de correo, la reviso de arriba abajo hasta dejarla impoluta. Elimino spam, leo mensajes, contesto, almaceno, mientras paralelamente estoy pergeñando la próxima entrada. Percibo con inquietud que el tiempo transcurre inevitablemente, me encantaría poder alargar los días a mi antojo. Pincho en mis favoritos, ¡cómo poder evitarlo! y navego como Elcano entre la zozobra de la prensa, la calma tensa de la música, y la inquietud del cine, además de surcar un mar de blogs amigos. Llevo tres horas de incesante periplo, sin apenas percatarme, es lo mismo que estar enganchado a una droga. Te muestras y no te ven, engañas sin quererlo y cuando mientes te creen a pie juntillas. Sin solución de continuidad empiezan a fluir las palabras, como bocanadas de aire, desaparece la variable tiempo y los seres humanos de mi alrededor reclaman su porción de protagonismo. Recupero mis constantes vitales al oír las mágicas palabras que me convocan a la mesa. ¡A comer! Aún así me muestro reticente, malhumorado, ya casi había acabado -aunque era imposible hacerlo- finalmente acudo siempre el último, junto a mi mujer y mi hija. – La comida se queda fría, podrías tener más consideración. No le contesto. Su paciencia es infinita aunque le moleste mi permanente idilio con el ordenador. Lo peor de todo es que no le confieso la verdad por orgullo, aún estando de acuerdo con ella.

Algo ha de cambiar. Mi hija también demanda mi atención. Cada noche me coge con delicadeza de una oreja, me levanta de la silla y me arrastra hasta su cama.”Castigado por no venir cuando te llamo” me dice todas las noches. Me invento un cuento para ella, es feliz con bien poco, nos besamos y apago la luz rosada que perfila nuestras siluetas.”Que tengas dulces sueños”

Esto no puede seguir así, me digo cada día. Me ven pero no sienten mi cercanía. Ayer mi hija entró sigilosamente en mi habitación, yo tecleaba con rotundidad y manoseaba el ratón. Me preguntó, como sin querer: – ¿sabes lo que tengo escondido? Apenas se distinguía una forma bajo la camiseta. Palpé con cuidado y noté algo duro, sin aristas. Recordé los maravillosos días pasados en Asturias, y la piedra con forma de corazón (mitad negra, mitad blanca) que encontramos en la fina arena – Es tu piedra corazón, a que sí hija. No pareció sorprenderse – ¿Papá, tienes algún deseo por cumplir? Pues sí hija, como todo el mundo. ¿Y cuál es? Me gustaría ser famoso.

Mi respuesta no me satisfizo, era falsa y superficial, y antes de que pudiera rectificar ella me miró a los ojos, y con voz queda, dijo: “papá tu ya eres famoso, ¿no lo sabías?” Sacó su piedrecita, la depositó en mi mano izquierda y me la cerró con insistencia.

Algo he de cambiar, hoy me siento rejuvenecer, no me había percatado de mis tesoros y están aquí, viviendo junto a mí, bajo el mismo techo.

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