Martes

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Ayer soñé aferrado a mi almohada con un futuro no muy lejano, soñé que en tres días sería lunes -otro lunes que aborrecer-. Hoy viernes despierto aguardando en la parada del autobús, hurgándome la nariz, a la vez que saboreo versos de mi idolatrado Benedetti. Enfrente, el semáforo está en verde para los peatones y una  hermosa mujer atraviesa apresuradamente la calzada. Me señala sin bajar el dedo, mirándome con insolencia.

 ­– ¡Eres un cabrón! me abofetea de inmediato. No ves que no llevo ropa; no tienes educación ni sensibilidad.

Evito posar mis ojos sobre ella mientras se aleja pues me acusa con razón. Vuelvo raudo a casa, se me está haciendo demasiado tarde y he olvidado, qué cabeza la mía, desnudarme.

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La pesadilla de los dioses

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Cuando el gran Mitra despertó, lo primero que distinguió fue el techo de una cueva. ¿Dónde se hallaba su amado y protector rey Sol? Yacía de espaldas, dolorido, confuso, esforzándose por recuperar lo último que había registrado su memoria. Se le sucedían las imágenes hasta marearle, como si cabalgase sobre un potro desbocado ¡Basta! ¡Qué me está sucediendo! ¡Basta ya! ¡Por todos los dioses!

No acertó a decir una frase más y agonizante se desmayó por segunda vez. Le era imposible recordar el incidente que le llevó a semejante trance: la violenta lucha que había librado con el toro primitivo cuando éste pastaba en su montaña. Después de trepar a una imponente roca, Mitra saltó como un felino y asió al toro por los cuernos. La bestia se vio sorprendida mas no sería presa fácil y al momento emprendió vertiginoso galope. Mitra volaba asido a sus puntiagudas astas, intentando agotar al animal, consciente de que el más mínimo descuido supondría su muerte. Notaba los músculos contraídos, presentando feroz oposición a las sacudidas de la bestia que no desfallecía en su alocada carrera entre los riscos. El bravo toro, mugía, cabeceaba, saltaba, coceaba para librarse de tan peligrosa carga, presintiendo las intenciones de su ilustre jinete. Tal vez fuese el frío cuchillo que portaba en el cinto, lo que le previno de su inminente sacrificio. Mitra, amarrado al animal con encomiable perseverancia, empezó a titubear; llevaba una eternidad de salvaje cabalgadura, sus poderosos antebrazos le ardían, la sangre chorreaba de uno de sus ojos y las náuseas atenazaban su estómago. Aflojó un segundo, quizás ni eso, pero fue lo suficiente para salir despedido por encima del animal. Surcaba los aires a gran velocidad moviendo brazos y piernas ante el inevitable impacto. Y, en efecto, se estampó contra el tronco de un árbol. Intentó recobrar la verticalidad desafiando su maltrecho estado, invocando su cuestionado honor y a su pretendida divinidad. Había sido derrotado e hincó la rodilla en tierra cayendo boca abajo. Su cuerpo lánguido, sangraba profusamente, Mitra aún respiraba.

El toro primigenio, germen de la vida y justo vencedor de tan épica batalla, se acercó a su adversario emitiendo un feroz bramido que resonó a cientos de kilómetros a la redonda. Estaba anunciando el fin del sueño de Mitra y el comienzo de una singular andadura cuyo destino era incierto. El animal, mordió una de sus calzas y arrastró el cuerpo hasta la cueva, al lugar donde según rezaban los escritos sagrados habría de ser sacrificado por Mitra. Sí, estaba escrito que éste le clavaría su cuchillo en el costado; estaba escrito que de su columna vertebral manaría trigo, vino de su sangre y su semen sería purificado por la luna. Pero el escenario había cambiado. Mitra apuraba sus últimos instantes de vida como un mortal más mientras que el toro primigenio, con las patas delanteras sobre él, se erigía majestuoso sabedor de que un nuevo futuro aguardaba a la humanidad. 

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En quince minutos

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Tímido tiempo para quererte

demasiado para añorarte

pero segundo a segundo te siento

y lamento cada instante que no tengo.

 

Porque quince minutos son muchos

y pocos a la vez,

porque cuarto de hora es un mundo

y la nada también.

 

Instante fugaz que me llena de ti

tensa espera sin principio ni fin

pero mi amor ¡te quiero!

y extraño no verte a cada momento.

 

Porque quince minutos son muchos

y pocos a la vez,

porque cuarto de hora es un mundo

y la nada también.

 

Pellizco de vida que sueño

llama de corazón que no enciendo

pero aún suspiro por tu aliento

y adoro la presencia que no poseo

 

Porque quince minutos son muchos

y pocos a la vez,

porque cuarto de hora es un mundo

y la nada también.

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Nada claro

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Nuestro hombre, en su oscura desesperación, se inclina sobre la barandilla del balcón del vigésimo quinto piso, decidiendo si habrá más capítulos en su vida. Sopla un gélido mistral que le hace abrazarse con fuerza a su raído Privata amarillo; se le alborota el cabello, aún suficiente para ocultar sus prominentes entradas. El rostro muestra las arrugas del sufrimiento; sus fogosos ojos verdes con el Sol mudan al turquesa pálido y una diminuta mancha, como una gotita de miel, adorna el izquierdo. Abril, su hija, la conoce de sobra y la observa con gran admiración. De la misma forma, escruta la rosada cicatriz que parte de la comisura de los labios hasta la oreja. Abril no puede resistirse y la acaricia con su dedo índice de arriba a abajo – Papi, eres tan guapo, quiero que te cases conmigo. Él, por un instante, deja de compadecerse y se siente crecer henchido de orgullo; – Cariño soy mucho mayor que tú, no tengas prisa por encontrar a tu príncipe azul. Ella se abraza a las piernas de su padre cuyos pensamientos vuelven a alejarse de allí. Con medio siglo a sus espaldas, viaja a la velocidad de la luz, hasta lo más recóndito de su pasado. Se observa trabajando en la biblioteca del barrio, con dieciocho años recién cumplidos, poco después de abandonar los estudios pese a la oposición de sus padres. Aquélla fue una difícil decisión de la que jamás se arrepentiría. Clasificaba, seleccionaba, leía, limpiaba, escribía, devoraba toda suerte de libros con absoluta exquisitez y pulcritud. Su biblioteca, se convirtió en la obsesión soñada, en un verdadero hogar. Gracias a ella pudo alejarse de una mediocridad que le cercaba y viajar entre renglones y frases, como un forajido, consciente de la fugacidad de la existencia y del escaso tiempo del que disponía. – ¡No podré leerlo todo, maldita sea! Éste sería su sino, hasta que un día como cualquier otro día, alguien se fijó en él. Ella. Ella que dirigía una modesta editorial le ofreció trabajo. Él. Él no tuvo ninguna duda y aceptó al momento.

Recuerdos, sólo le han quedado los recuerdos. El amor por su mujer y compañera, por las mágicas palabras de los libros, cuánto los echaba de menos. Es incapaz de asumir que ya no puede disfrutar ni de ella, ni de ellos, que no le queda valor ni para escribir. Se cree merecedor de la penitencia que padece, por ese aciago segundo que desgarró su futuro, por el descuido en una carretera sin nombre. Se maldice a diario. Está sentado a solas en su habitación, lo hace todas las tardes; percibiendo el olor de las hojas, acariciándolas, palpando el existencialismo de Camus, el terror de Poe, el realismo de Galdós, hasta que le invade la melancolía y llora de impotencia. En esas ocasiones Abril acude presurosa –es lo único que le mantiene vivo– enciende la luz y empieza a leer para él. Juntos, cómplices, recuperan los mundos que recorrió durante tantos años cuando aún podía ver.

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La Europa de Max y Lars

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Uno, dos, tres… el cadencioso choque de las ruedas con las vías, adormece mis pensamientos. Ocho, nueve, diez… los párpados extinguen mis ojos, entregándome a un viaje de ignoto destino. Setenta, setenta y uno, setenta y dos… transcurre el tiempo dócilmente embelesándome como una droga. Ochenta y cinco, ochenta y seis, ochenta y siete… una voz quebranta mi sueño: – ¡billetes por favor! Lo muestro con torpeza. – Perdone caballero, su billete está en blanco. – Lo sé, allá adonde pretendo ir no existe parada si bien anhelo llegar… noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve, cien.

                       

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De mente

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–   ¡Hoy es el día! No puedes continuar así. ¡Bebe cada instante, cómete la vida!, se te está escapando como agua entre los dedos. Aprietas con rabia para retenerla y sólo consigues que alguna gota furtiva quede atrapada. Eres incapaz de distinguir la vida de tu propio sudor desesperado.

–   Pero ¡cómo te atreves a decírmelo tú! Precisamente tú que te escondes en la oscuridad; tú, que disfrutas del anonimato; tú, que sólo te muestras cuando tengo remordimientos. ¡No! tú no eres yo. No quiero escucharte.

–   ¡Reacciona! No te das cuenta de que cada momento desaparece, que el ahora ya ha pasado, que necesitas estar aquí, en éste, tu sitio y no trascender a universos paralelos, llenos de añoranzas, locuras y sueños irrealizables.

–   Ya sé que el tiempo no se detiene para mí, que se me agota pero soñar con imperios y mundos ignotos en los que no existe dolor, es mi única libertad. No soporto el constante tic-tac de lo cotidiano, su eterna repetición, su carencia de alicientes, su aniquilador efecto.

–   Precisamente por eso debes superar disquisiciones estériles y manejar la realidad a tu antojo. Por qué te encierras en pensamientos que empiezan donde terminan y terminan donde empiezan. Te empeñas en tejer una espesa tela de araña que te deja ver lo suficiente pero que nunca traspasas. Sabes de su fragilidad y aún así te quedas detrás, a la expectativa, con destino a ninguna parte. Sólo logras angustiarte y sentirte inferior sin motivo.

–   Estoy angustiado, lo reconozco. Me siento vivo pero infinitamente desdichado. La angustia se ha convertido en mi agónica compañera de viaje, como si se tratase de una segunda piel. He pasado a ser un extranjero en su propia tierra, a ser un mudo al hablar, sólo permanece la sombra del hombre que alguna vez fui.

–   Nunca supe quien te inculcó esa cruel idea de creerte tan especial. No te has fijado que la mayoría de la gente es corriente, sin grandes pretensiones y, pocos, poquísimos, los genios, los portentos, los que creen tener un cometido en la vida. Pero también los hay entre éstos y aquéllos, sin embargo para ti sólo existe el todo o la nada, el héroe o el villano. No recuerdas cuando especulabas con la filosofía de la existencia y descubriste que el justo medio era digno de los dioses y el fracaso o el éxito eran absolutamente subjetivos y en ocasiones se fundían en un solo concepto.

–   Sueño a menudo con esos momentos y los echo de menos. Disfrutaba viviendo sin dudas, ajeno a irracionales inquietudes. Ya ni recuerdo cuándo dejé de ser así, para transformarme en este individuo desquiciado e indeciso. Estoy encadenado a lo superfluo, a lo que tanto critiqué antaño, en el camino hacia ese estúpido modelo del superhombre que lo puede todo o sucumbe sin remisión.

–   Pues reclama tus derechos, grita a plena voz y vuelve a ser TÚ, no continúes perdido. No es momento para egoísmos, para alimentar falsas esperanzas, no te lo puedes permitir. Al otro lado hay gente que te quiere y no te das cuenta, que está pendiente de ti y no te das cuenta, que desea compartir contigo alegrías, esperanzas y los colores que te ofrece la vida y sigues sin darte cuenta.

–   ¡Basta! por un momento llegaste a confundirme. ¡No y mil veces no! No puedo volver, es demasiado tarde para mí. Eres una pesadilla que sólo busca su salvación a costa de mi infelicidad. Ni siquiera te intereso. Funcionas como una máquina a la que se le ha alimentado con una moneda.

–   Pero si tenemos los mismos intereses. ¿Te has vuelto loco?

–   No estoy loco, estoy más cuerdo que nunca. Por fin consigo ver quién soy yo y quién eres tú. Eres la limitación a mis actos, el martilleo de mi cabeza, la dictadura más cruel que nadie pueda soportar.

–   Reflexiona, estás desvariando.

–   Sí, ya lo he hecho. Hasta nunca.

 Ambas voces por fin coincidieron para ser una sola. ¡Hoy era su día!

 

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Tan real como la vida misma

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He abierto una carta sin remite, me la encontré asomando bajo el felpudo. Está grasienta, llena de faltas, escrita con descuido aunque sus palabras despiden amor y esperanza. Es de Marta, la churrera de la esquina. “Te amo, cuando te veo aparecer bajando la calle, me da un vuelco el corazón. Sufro por no ser capaz de hablarte ni decirte lo mucho que te necesito. Dame la oportunidad que no merezco, escríbeme, dime lo que sea por favor. Te quiere, Marta”.

Hoy he recibido la decimotercera y ya no habla de amor, me llama cobarde por no acercarme, por no contestar, por despreciarla. Me amenaza con saltar desde el 7º en el que vive. No quiero hablar con ella, no tengo ningún interés pero la situación se está complicando y necesito concentrarme en la selectividad. Esta chica puede estar perturbada o peligrosamente enamorada y lo más disparatado es que apenas sabe quién soy. Seguro que me espía a la vuelta del instituto o cuando me fumo un pitillo antes de subir a casa. No se da cuenta de que podría ser un perfecto imbécil, un asesino de churreras o un enfermo mental. Le importa un bledo. Voy a hablar con ella ahora mismo, improvisaré. Estoy a punto de entrar y las dudas me asaltan, un escalofrío me recorre el cuerpo, “¡venga coño, vamos allá que está sola!”

–  ¿Marta? Hola, supongo que esperabas que tus amenazas me atrajeran hasta ti. Pues sí, lo han conseguido.   También has logrado mi desesperación, que pierda el norte. No puedo soportar por más tiempo la presión a la que me estás sometiendo, quien sabe si no cometeré una locura.

Salgo de allí a la carrera. Soy consciente de que estoy afectado de veras, no me arrepiento de mi actuación porque razones no me faltan.

Después de tantos años, la experiencia me ha enseñado a valorar los detalles, las actitudes de los otros, los momentos más sutiles. Tengo la fortuna de mantener inmaculados aquellos recuerdos en blanco y negro en los que era un joven impulsivo y egoísta. Sí, Marta dejó de escribirme y desapareció sin dejar rastro. Tal vez desesperada por no poder alcanzar lo inalcanzable, alejándose para no recordar, buscando olvidar aun a costa de su libertad. Por casualidad, me enteré de que había tomado los hábitos en un convento de Ávila. Sin dar explicaciones a nadie, ni a sus padres que siempre desearon que continuara con la tradición familiar. Yo he de confesar que, pese al inexorable paso del tiempo, sigo sin comer churros y con la enorme duda de si no fue aquélla la mujer de mi vida.

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Blanco, negro y marrón

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Se ha desmayado de nuevo. Tiene las manos esposadas tras la espalda y los pies amarrados a una desvencijada silla. Un agrio olor empapa el ambiente haciendo desagradable respirar. Con la fregona, un operario retira los repugnantes vómitos del fotógrafo sin demasiado empeño. A través de los barrotes del calabozo empieza a entrar la luz de la mañana, después de incontables horas de interrogatorio, sin descanso, sin piedad. El ayudante del comisario atraviesa la puerta con un cubo lleno de agua. Lo vacía con violencia en la cara del pobre infeliz.

     ¡Despierta cabrón! ya has dormido bastante. ¡Despierta joder! estoy harto de ti. Confiesa de una puta vez.

El fotógrafo recupera el sentido aunque no lo desea, llora con desespero, no puede más, se encuentra agotado. Vuelve a vomitar. Tiene hambre y sueño. El ayudante le zarandea, le pega un puñetazo en la nariz que suena a nuez machacada. Ahora está sangrando. Le enseña una foto en blanco y negro en la que aparece Berta con sus padres.

     Tú les sacaste la foto. En tu casa encontramos un zapato de la niña. Te gustaba, ¿verdad? Crees que somos estúpidos. Dinos donde está, o lo vas a pasar aún peor. Yo me encargaré personalmente de joderte.

     Le juro por mi vida y por la de mi madre que no sé nada de Berta. Sólo deseo descansar por favor.

El padre de Berta, que trabaja para la oficina del comisario Sargent, denunció su desaparición cuarenta y ocho horas antes, parecía como si se la hubiese tragado la tierra. Nadie sabía nada, tan solo encontraron uno de sus delicados zapatos en el jardín del fotógrafo, y ahí empezó todo a rodar. Portville es una modesta ciudad que alberga pocos secretos entre sus vecinos. Berta con sus doce años, era una niña encantadora, llamaba la atención con sus dorados cabellos, sus ojos azul claro y su inocente sonrisa. Decía que iba a ser veterinaria de mayor, los caballos le apasionaban.

Sargent, se está tomando un café sin azúcar, repantigado en su sofá. Necesita ordenar la escasa información de la que dispone. Es todo tan confuso, tanto que parece absurdo. No ve claro lo del fotógrafo, tampoco le agrada el padre de Berta. No, definitivamente no ve nada claro el asunto.

     ¡Señor comisario, señor comisario! grita histérico su ayudante.

     ¡Qué coño te pasa! no grites. Me duele la cabeza joder.

     Señor comisario, el fotógrafo ha muerto. Le hemos encontrado sin pulso.

     ¡Sois unos animales! Te dije con claridad meridiana que no le apretarais demasiado, que no le perdieseis de vista ni un puñetero instante. Llama al Juez y al forense. Estamos jodidos y sin niña.

La noticia estremeció al pueblo y tuvo inmediatos efectos colaterales. El fotógrafo, pese a las acusaciones, era una persona apreciada entre sus paisanos. La versión oficial insistía en que su muerte había sido accidental. Sargent se vio obligado a renunciar al cargo. El mismo día llenó su coche de gasolina y pisó el acelerador a fondo para no volver. Su ayudante apareció degollado en una cuneta poco después. Por lo demás, el pueblo volvió a ser la misma máquina bien engrasada, sin Berta, sin el fotógrafo, sin Sargent, sin su ayudante y con muchas preguntas sin respuesta.

Berta estaba lejos, muy lejos, intentando olvidar su pesadilla, intentando olvidar a sus padres. A él, por abusar de su inocencia; a ella por su cobardía. Escapar de Portville fue su única salida. Ese domingo huyó con lo puesto, sin premeditación, de repente. Corrió como nunca, atravesó el jardín del fotógrafo donde perdió un zapato y se internó en el bosque.

 


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La rusca

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«El dolor es más fuerte entre los más fuertes. Como el cáncer»  Antonio Gala

La “rusca” devora, desangra, no deja rehenes, ataca con cobardía y sin descanso. Sampedro desveló su demoníaca apariencia y ahora ha resucitado una vez más. Me rozó, noté su fría presencia en la espalda pero no se instaló en mí. Fue en ella, en una mujer joven, con treinta y seis recién cumplidos, madre de mi hija, que jamás había padecido enfermedad y que de repente veía truncado su mundo desmoronándose como un castillo de naipes.
El olor a desinfectante invadía la sala, cuyo continuo gotear de médicos entrando y saliendo, mareaba. – La biopsia ha confirmado que se trata de un tumor maligno alojado junto al riñón derecho. Hemos de extirparlo cuanto antes. Ese desconocido, embutido en su bata blanca y con unas pequeñas y ridículas gafas, nos anunció la peor noticia que podíamos esperar. Abandonamos la consulta en silencio, con la cabeza gacha, resignados, en un estado de relajante shock. Ella intentó restarle importancia y yo, abstraído, le seguí el juego. Estaba atenazado por el miedo, acobardado, la situación me parecía tan irreal que preferí caminar asintiendo a todo, callar para que su entereza no sufriera daño. A la mañana siguiente pude reaccionar. Decidimos salir de viaje unos días, lejos de las campanas de la hermosa Navidad. Fue un acierto, reímos, jugamos, desconectamos, aunque fue imposible evitar que esa innombrable presencia, a la luz de la luna, penetrase en mi cabeza al menor descuido.
Apenas supimos la fecha de la intervención, ella empezó a sufrir altibajos y dudas: – no veré crecer a nuestra hija, ¿verdad? No quiero abandonaros. Estoy podrida. No podía mirarle a los ojos ante semejantes palabras. Temía romper a llorar, sólo me atreví a decir que no sufriera por nada ni por nadie, que sólo era una pesadilla y como tal pasaría sin dejar rastro. También le dije que estaba confiado, que éramos afortunados por detectarlo a tiempo y que las perspectivas eran las mejores. Sabía que ella percibía el temblor de mi voz y mi escasa determinación, aun así pareció calmarse. No cabía la menor duda de que si ella me faltaba, algo moriría en mí pero que con las fuerzas que me restasen velaría por nuestra hija.
Tras cuatro horas agónicas, nos comunicaron que la operación había sido un rotundo éxito y que con ella, empezaba prácticamente desde cero. Cada seis meses pasaría una revisión rutinaria y podría retomar su vida donde la interrumpió. Estamos muy satisfechos -nos cuesta asimilar la vuelta a la normalidad- por haber ganado nuestra primera gran batalla que supongo no será la última que librar. Hemos aprendido que no somos inmortales aunque la unión nos hace topoderosos y mucho más cuando contamos con el apoyo de los que más queremos. Si vuelves “rusca”, esta vez no estaremos desprevenidos, lo pasarás mal, jodidamente mal. ¡Estás advertida!

-Para todos los que han estado ahí y para ella-.

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Suerte de mierda

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Pero ¿quién es ese personaje tendido bajo las ruedas del coche gris, sin zapatos, semidesnudo y con inusual cara de felicidad? Es un necio sin fortuna, podría pensar algún avezado lector pero la realidad miente. Detrás hay una historia que no imaginaríais en vuestros días de mayor lucidez. Y no es que pretenda desmereceros, os confieso que no lo digo con esa aviesa intención, muy al contrario, ya que es tan singular que no repararíais en ella. Y éste es el suceso del que os hago partícipes para que juzguéis con conocimiento de causa.
– ¡Dios mío, qué potra tengo! ¡No es posible! Cómo me ha podido pasar a mí, seguro que soy único en el planeta. ¡Cuatro, toma ya! Ni una, ni dos, ni tres, han sido cuatro. Sin trampas, en el parque, sin haberme percatado del asunto, en un pestañeo. Como tiene que ser. Azar, simple y puro azar. Si no, no vale, no tiene ningún efecto. Madre mía, cómo se aprecian sus tonalidades, sus texturas y hasta los olores. ¡Joder, qué suertudo soy!
Se quita, sin asco pero con cautela, las zapatillas antes de pisar el felpudo. Está frente a la puerta de casa, abre con mano trémula, sosteniéndolas con la que le queda libre. Su expresión si no estúpida, es muy cercana, reflejo de un estado de satisfacción e inquietud. Deposita las zapatillas en el bidé, con cuidado de no manchar nada, las mima como a una santa reliquia. No huelen mal, apestan, es el inesperado olor del triunfo.
– Te tengo pillada por los cojones, no te escapas sin darme un pedacito de ti. ¡Santo cielo, qué potra! ¡Mi cartilla! ¿dónde estará mi cartilla de ahorros?
Busca. Bien sabe que se convirtió en su pasaporte. La busca con desespero, no sabe por cuánto tiempo podrá retener la suerte en su poder. Tira de los cajones, los escruta esparcidos por el suelo, rebusca. Furioso consigo mismo, con sus desmemoriadas neuronas, lo lanza todo por los aires. – ¡Dónde estás condenada! espera atraparla con sus impacientes palabras. Se detiene, es una máquina en reflexión. Intenta visualizar los fotogramas del día anterior: “ayer fui a la caja, saqué veinte euros de la cartilla, se me cayó al suelo, la limpié ¡PFFFF! y la guardé en el bolsillo de la chaqueta. Saludé al panadero, a la bizca, y me dirigí…” – ¡Mierda! la puñetera chaqueta fucsia, la llevé al tinte, estaba perdida de mostaza del burguer.
El desasosiego no impide discurrir a XL, es urgente llegar a la tintorería. Observa de reojo, casi sin mirar, su reloj de pulsera. – Las dos menos cuarto, no puedo perder la oportunidad de mi vida por un puñado de tiempo. Salta como un felino sobre las escaleras, descalzo, en pijama de rayas, con los ojos en sangre viva por la tensión, dejando la puerta abierta de par en par. ¡Corre, corre que no llegas! Es una exhalación, tropieza, cae y vuelve a levantarse, arrolla a un vecino del primero, a la portera, a quien se pone por delante. Es una fiera en busca de su presa. Radiante, agotado, sudoroso, ha logrado su objetivo. Entrega un sobado resguardo a la dependienta. – No está limpia, tendrá que regresar mañana. – Ni mañana, ni hostias, la quiero ya mismo. – ¡Qué grosero es usted! Por mí se puede llevar esta horterada cuando le apetezca ¡desgraciado! XL sale a la carrera, a buscar un cajero. Pegado a la carnicería de la bizca, divisa el logotipo salvador aunque tendrá que pasar bajo una escalera de madera. La escalera del técnico de la telefónica está en mitad de la puerta, empecinado en quitar y poner cables de una caja de registros. “Menos mal que no soy supersticioso, porque trae mala suerte y la mía se acabó para siempre” piensa XL. Extrae un billete tras otro hasta agotar el límite. Aún cree conservar su buena estrella y tanto es así que, para cerrar su círculo de fortuna, sólo le falta jugarse el dinero. Primitiva, quiniela, caballos, le da lo mismo pero no puede demorarse, el tiempo es implacable. Deambula absorto, feliz, consciente de que una nueva vida se asoma ante él, que cambiará su miserable existencia por la de un privilegiado. Cruza la calzada sonriente, es lógico.
— ¡Qué horror! No le vi señor agente, no le vi, se me vino encima. Surgió como la sombra de un fantasma. Le juro que no le vi aparecer. ¡Qué desgracia Dios mío! ¡Le maté, le maté!
La bizca está ofuscadísima, habla sin decir nada, en un intento por expulsar el sentimiento de culpa de sus entrañas. El agente, toma nota mientras llega la ambulancia, mejor servicio haría un coche fúnebre. XL yace debajo del coche gris, enganchado entre el tubo de escape y la transmisión, con apenas un hálito de vida. Alguien grita: “¡un cura, rápido, un cura!” Es la bizca. Solloza, se acerca a XL, cuya boca se mueve como la de un pez fuera del agua: – no se preocupe señora, no ha sido culpa suya. ¡Zapatillas de mierda!

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